Cortar la representación. Resistencias de la imagen-en-presencia / Luis Puelles

Las lágrimas del comediante descienden de su cerebro.
Denis Diderot, Paradoja del comediante

Llegando a pensar que María Dávila se arma las manos con un escalpelo, y suponiendo que estas imágenes, como acontecimientos en tensión inmóvil, se definen mediante acciones de escisión, me entretengo buscando alguna pista, con la que poder mirar estas figuras mudas, en el estremecedor «diccionario filosófico de la cirugía» escrito por Cristóbal Pera con el título de El cuerpo herido. Mientras merodeo entre sus entradas me dejo seducir por la ilusión –porque desde este inicio hasta el final estaremos presos de las retóricas de la ilusión– de que estas pinturas borrosas e ilegibles emergen, como efectos sin sustancia, de la sofisticada operación de cortes y extracciones practicada por la artista sobre la tela en la que a la representación, yacente, se le sale el cuerpo que es la imagen.

Lo que se escapa de/a la representación sobre esta mesa de disección en la que se encuentran, convocadas por la pintura o la pintora, el anhelo de la narración en la que refugiarnos y la implacable inmovilidad de las figuras, es la imagen apareciéndose en su potencia de presencia, o, más precisamente, como opacidad e intransitividad; la imagen que adviene «después» de la escritura, pero también desde «detrás» de ella. La pintora se aplica en anteponerlas, en imponerlas por encima de todo lo demás, en librarlas de la legibilidad con la que ampararnos en la posibilidad de algún sentido. La pintura o la pintora nos ponen imágenes (por) delante. Presentándonoslas como apariciones irreductibles.   

Anónimo / María Dávila

Primer acto

Primer acontecimiento: un álbum familiar, bajo peligro de abandono o destrucción, llega a mis manos. A primera vista, un álbum de fotografías en blanco y negro, algunas datadas, que parecen recorrer la vida cotidiana de una familia granadina entre los años 40 y 60 del pasado siglo con el esquema habitual: pareja joven, paseos juntos, retratos de estudio, de sus padres, nacimiento del primer hijo, del segundo, crecimiento progresivo de cada uno, escenas de jardín, de piscina, excursiones en familia, algunas celebraciones, momentos de reposo, etc. Pero efectivamente, esto es sólo lo que podemos considerar a primera vista.
Pensamos en la naturaleza de estas imágenes, con qué fin fueron hechas, bajo qué mirada. ¿Qué diferencia una fotografía familiar de otra de estudio, incluso si en ambas hay pose, si en ambas la actitud del fotografiado es dar una imagen? ¿Y qué diferencia este tipo de imágenes de las que ilustran los libros de historia y las enciclopedias o llenan a diario las noticias de prensa?
Hablamos en cualquier caso de la fotografía como “documento”, una imagen realizada con la voluntad de registrar algo, de guardar una mirada (re-garder) para el futuro, o para otros ojos.[1]

VER SIN MIRAR. MIRAR SIN VER / Víctor Borrego

La luz se apaga, abres unos ojos que no existen.

 Principium individuationis

 “La verdad poética es la única verdad”

(Robert Musil)

En su ensayo “Contra la interpretación” (1964), Susan Sontag defiende la antítesis de que “el misterio está en la superficie”. Platón veía en el arte un simple trampantojo, una sombra, frente a la luz de la verdad de las ideas, de las que, cualquier representación, no pasaba de ser una triste parodia. De esa visión deriva la separación, igualmente ilusa, entre contenido, como esencia y forma como cosa accesoria, y el hábito enfermizo de interpretar las imágenes. Como si la traducción de una imagen a palabras –su normalización como objeto del lenguaje- la ennobleciera de algún modo; como si hacer comprensible tuviese algo que ver con hacer sensible a lo que no puede ser comprendido. Sontag advierte que la búsqueda de un sentido en la obra de arte ha llegado a reemplazar a la inmediatez de la experiencia estética, dirigida primordialmente a los sentidos, y añade que para restablecer el poder de la obra de arte no necesitas una hermenéutica sino una erótica: una vuelta a la sensual inocencia anterior al discurso: la “transparencia en el arte como su valor más alto y liberador”. Cita entonces, intencionadamente, la obra de dos cineastas ejemplares: Bresson y Ozu. Entiende que es precisamente el cine, por su irresistible poder de seducción, su vitalidad y su capacidad de incorporar verdades accidentales, el que mejor puede mostrar el camino para la supervivencia de la imagen, al margen del significado que la crítica se esforzará en imputarle o de los pretendidos “mensajes” en los que sus propios realizadores se vanaglorian.