Las lágrimas del comediante descienden de su cerebro.
Denis Diderot, Paradoja del comediante
Llegando a pensar que María Dávila se arma las manos con un escalpelo, y suponiendo que estas imágenes, como acontecimientos en tensión inmóvil, se definen mediante acciones de escisión, me entretengo buscando alguna pista, con la que poder mirar estas figuras mudas, en el estremecedor «diccionario filosófico de la cirugía» escrito por Cristóbal Pera con el título de El cuerpo herido. Mientras merodeo entre sus entradas me dejo seducir por la ilusión –porque desde este inicio hasta el final estaremos presos de las retóricas de la ilusión– de que estas pinturas borrosas e ilegibles emergen, como efectos sin sustancia, de la sofisticada operación de cortes y extracciones practicada por la artista sobre la tela en la que a la representación, yacente, se le sale el cuerpo que es la imagen.
Lo que se escapa de/a la representación sobre esta mesa de disección en la que se encuentran, convocadas por la pintura o la pintora, el anhelo de la narración en la que refugiarnos y la implacable inmovilidad de las figuras, es la imagen apareciéndose en su potencia de presencia, o, más precisamente, como opacidad e intransitividad; la imagen que adviene «después» de la escritura, pero también desde «detrás» de ella. La pintora se aplica en anteponerlas, en imponerlas por encima de todo lo demás, en librarlas de la legibilidad con la que ampararnos en la posibilidad de algún sentido. La pintura o la pintora nos ponen imágenes (por) delante. Presentándonoslas como apariciones irreductibles.