Las lágrimas del comediante descienden de su cerebro.
Denis Diderot, Paradoja del comediante
Llegando a pensar que María Dávila se arma las manos con un escalpelo, y suponiendo que estas imágenes, como acontecimientos en tensión inmóvil, se definen mediante acciones de escisión, me entretengo buscando alguna pista, con la que poder mirar estas figuras mudas, en el estremecedor «diccionario filosófico de la cirugía» escrito por Cristóbal Pera con el título de El cuerpo herido. Mientras merodeo entre sus entradas me dejo seducir por la ilusión –porque desde este inicio hasta el final estaremos presos de las retóricas de la ilusión– de que estas pinturas borrosas e ilegibles emergen, como efectos sin sustancia, de la sofisticada operación de cortes y extracciones practicada por la artista sobre la tela en la que a la representación, yacente, se le sale el cuerpo que es la imagen.
Lo que se escapa de/a la representación sobre esta mesa de disección en la que se encuentran, convocadas por la pintura o la pintora, el anhelo de la narración en la que refugiarnos y la implacable inmovilidad de las figuras, es la imagen apareciéndose en su potencia de presencia, o, más precisamente, como opacidad e intransitividad; la imagen que adviene «después» de la escritura, pero también desde «detrás» de ella. La pintora se aplica en anteponerlas, en imponerlas por encima de todo lo demás, en librarlas de la legibilidad con la que ampararnos en la posibilidad de algún sentido. La pintura o la pintora nos ponen imágenes (por) delante. Presentándonoslas como apariciones irreductibles.
A fuerza de separaciones e interrupciones estas pinturas venidas «post-scriptum» son rigurosas operaciones dirigidas contra cuanto se interponga en la voluntad de mostración equívoca de estas figuras que se quieren soberanas. Sólo así, resistiéndose a la lógica de la representación, podrán verse como quieren: como presencias sin claridad que las desvele y las concluya. Sin distancia por las que traerlas a la representación. Pero, sobre todo, capaces de una persecución de efecto que según creo es el objetivo principal de estas máquinas-pinturas de María Dávila: creando las condiciones para imponernos la imagen sin racionalidad que la alcance a no ser que se consiga no verlas, el efecto de inmediatez casi hipnótico que se obtiene es el de la pérdida de la distancia con la que el receptor de estas obras, poniéndose ante ellas en perspectiva contemplativa, las cree entendibles. De modo nítidamente enfrentado a los modos de la imagen cinematográfica, estas pinturas buscan relegarnos a ser sus objetos, y ellas, por eso –o para eso– se velan de enigma, erigiéndose como sujetos con voluntad de escapatoria.
En presencia, la imagen se nos encara y nos fascina hasta que consigamos escaparnos –y alejarnos– ganando la representación con la que poder significarla. La esterilización estetizante de las operaciones artísticas tiene que ver con esto: con la lejanía que las transforma en representación revestida de cualidades formales o plásticas merecedoras de estima. No está en eso el trabajo de María Dávila; aún más: no lo está a pesar de las apariencias, porque sí está en su plan de captura resultar gratas a la visión, tremendamente seductoras. Enseguida volveremos a esto, pero vayamos ahora al diccionario de Pera.
Turbado por la colocación de las manos entre estas figuras que se muestran y se ocultan –silentes, absortas, vistas desde detrás–, y recordando que es esta simultaneidad paradójica la que da definición a la noción adorniana de enigma, me detengo en el artículo al que Pera titula «Cirugía, Definición de la», donde se lee: «En una indagación etimológica, la palabra cirugía nos remite al vocablo griego cheirourgía, compuesto de los términos cheír, “mano”, y érgon, “trabajo”, por lo que su campo semántico se extiende, en principio, a todo lo que significa trabajar con las manos, realizar una técnica (techné) o habilidad manual». Sorprendentemente, estas palabras hacen coincidir las prácticas del cirujano y el pintor. Uno y otro permanecen de pie ante un cuerpo que será sometido a la punta afilada de un instrumento manual con el que «definir» o «diseccionar», trazar líneas y perímetros, evacuar la sangre o provocar la presencia de las imágenes. Ambos rasgan, extraen, aíslan las partes. Los dos concentran la mirada en la materia quieta eludiendo que pudiera estar viva. La pintora-cirujana inmoviliza la representación para darnos a ver su funcionamiento. Esta misma vocación está ya, con otros matices, en las pinturas de falsas máquinas de Picabia, Léger, Duchamp o Max Ernst; también en los collages de este último: hay aquí un destino de la representación moderna que no es otro que el de quedar ella misma expoliada por la acción misma de la pintura. El grandísimo Picabia extrañando al signo, también Paul Klee, o la profanación permanente de Picasso, están en esto. Es Duchamp quien la convierte –a la representación averiada, del todo ya objeto visible, cósico, transportable– en motivo principal de sus juegos tenidos por obras de arte. Duchamp juega al ajedrez con la representación y, cuando quiere, interrumpe la partida, carga su pipa… y ya no retoma la partida. Las de Post-Scriptum son pinturas duchampianas.
Dávila se afila la inteligencia para aplicar dos incisiones estratégicas en/a la continuidad de la representación. Con la primera, que es más bien un «recorte» (la obtención del tableau), se «espacializa» la imagen al ser interrumpido, o suspendido, el flujo narrativo; con la segunda se extrae la apariencia de la esencia, evidenciándose la inmanencia en ruptura con la trascendencia, invalidándose así la exigencia metafísica del sentido, la cual supone que la imagen –o lo sensible– es apariencia concreta, también mesurada, de algún sentido lógico, primigenio y abstracto. La pintora concentra su mirada y su bisturí en esta doble acción: en provocar la fijación de la imagen y en traerla a la superficie sin perspectiva posible. Nada habrá de quedar con anterioridad o sucesión respecto a ella, tampoco detrás o al fondo. Es así como podrá obtenerse la imagen-en-presencia rescatándola de los procedimientos que, a cambio de entenderla, consiguen poder no mirarla. Podría decirse, en radicalidad, que la acción de mirar es sin poder entender o leer. La acción de mirar consiste en «sacar» la imagen del hueco la representación. La pintora-cirujana extirpa la imagen-en-presencia y crea las resistencias para su mostración.
La primera escisión consiste en extraer, o en sustraer –suspendiéndose sin asideros la imagen ante los ojos– las figuras de las fábulas, el tableau de la narración, lo visible de la temporalidad de lo legible, la imagen del cumplimiento de la significación. Se consigue así interrumpir la ilación compleja de signos entre los que se incuba la comprensión. Para ello, la pintora se sirve de recursos paralizantes: la ausencia de perspectiva, la expansión del primer plano, la inexistencia de toda composición habitable, la carencia de relato. El mutismo por todas partes; el tacto que nada atrapa. María Dávila y sus pinturas resbaladizas –es el logos el que no consigue «agarrarse» a ellas– están en la estela de Manet.
Estas imágenes se resisten así a ser ocupadas y expulsadas por el sentido. Para hacerse mirar, es indispensable a las imágenes –de eso viven– resultarnos inhabitables y además inhóspitas, convexas y no cóncavas. La instantaneidad de la imagen plástica es definida en términos ontológicos por Lessing en su Laocoonte (1766), donde, más que netamente aislada, la pintura –empezando aquí el persistente camino de su soberanía– se tensa en un espacio, abierto por la propia imagen ocupándolo –para eso se hace superficie: para ocupar el espacio–, entre lo anterior y lo siguiente, en un instante pregnante y alusivo de lo que ocurrió y de lo que sucederá. Las operaciones calculadas por Dávila se sirven de las implicaciones de esta suspensión sugerente, y por aquí nos llega su interés irónico por la narración en el teatro o en el cine.
Pero, junto al debilitamiento de los preceptos compositivos y la supresión de la perspectiva, además del empleo del primer plano –tratado por Benjamin en su escrito de 1936 sobre el aura–, los cortes ejercidos por la pintora rasgan la noción fundamental de contemplación. Veamos esto con algún detenimiento. La noción de contemplación ha conseguido permanecer apenas sometida a su revisión profanadora por las hermenéuticas genealogistas y deconstructivistas post-nietzcheanas, por lo que la aportación irónica de estas máquinas-pinturas es de gran interés intelectual. Porque bastará con hacer ver el recorte aplicado al objeto de visión para que la representación quede en evidencia. «Contemplación» procede del vocablo latino contemplare, derivación de templum, término con el que se designó inicialmente el espacio aéreo delimitado por el bastón del augur para la observación de los auspicios. Stoichita se refiere a templum en El ojo místico: «Una de las primitivas acepciones de la palabra templum es la de cielo. La palabra designó después un rectángulo trazado en el cielo, espacio consagrado y hecho para ser “contemplado”». El augur recorta el cielo consagrándolo con el bastón. María Dávila es la pintora-augur. O eso nos hace creer. Detener la imagen sustrayéndola de la continuidad temporal es la condición primera para fijarla como objeto de contemplación, y la actitud contemplativa está poseída por un rasgo de consagración o trascendencia que no puede eludirse: incluso cuando en términos modernos nos referimos a la contemplación estética se implica la suposición de poder alcanzar un sentido “elevado”, “extraordinario”, más o menos redentor de la burda realidad. Dávila sabe todo esto y lo pone a trabajar a su favor. Hace sus pinturas como si se ofreciesen ingenuamente a ser tomadas por la actitud contemplativa, pero, cuando el espectador está presto a recibir lo sagrado (lo que no se toca), se impone el vértigo de que sólo hay superficie. Bien entendido, la primacía de la plasticidad no se aviene fácilmente a tentaciones trascendentes. Las pinturas de Post-scriptum recortan la representación pero sin darnos nada «más allá» de sus figuras. Hay cuadro pero no hay cielo. Las miramos sin poder salirnos.
Este uso irónico de la contemplación nos acerca a la segunda de estas acciones, por la que, como dije, se busca aislar la superficie impenetrable (porque no hay imagen o pintura moderna si es habitable por el sentido: si es preciso «entrar»; en tal caso será una representación y no una imagen), cortándola «por detrás» o «por dentro», y que tiene una genealogía que nos conduce hasta Diderot. Es en su deliciosa Paradoja del comediante, escrita en torno a 1773, donde se perpetra una escisión en la vieja tradición platónica por la que se creyó que el rostro es el espejo del alma, que lo visible es expresión transitiva de la interioridad, que es posible expresar sin fingir. Diderot emancipa la apariencia rompiendo su subordinación al interior-corazón. De este modo, el comediante actúa distanciado de las emociones que, sin sentirlas, ensaya ante el espejo. Simula y disimula con hábil oficio, pero no exterioriza. Que la representación es una ficción lo sabe muy bien María Dávila. Este desencaje diderotiano entre la gramática –y la retórica– de los gestos del cuerpo y los estados íntimos de la subjetividad, sucedido tras unas décadas en las que el fingimiento rococó de los afectos cobró naturalidad, nos advierte acerca de uno de los logros más poderosos de estas pinturas: y es que en ellas, contra lo que parece, no hay nadie que sienta nada; sólo hay gestos en la superficie, actores expertos en «copiar» sin sentir, conveniencias y retóricas sin subjetividad. Dávila copia (de) la copia descubriéndonos que nada de «veraz» se oculta tras ella. Más abajo volveremos sobre esta mise en abîme por la que se impide la inmediatez de la representación.
Porque si llegásemos a creer, siendo entonces espectadores inocentes, que estas imágenes expresasen, comunicasen o actuasen siendo mostración de algún fondo, o que la razón oscura por la que son apariciones quedase en que fuesen esencialmente emocionales y dramáticas y no sofisticadísimamente irónicas y diseccionadoras; o si quisiéramos suponer, ilusos, que están apresadas por sucesos luctuosos, siendo así otra cosa que atrayentes simulaciones del patetismo, careceríamos de los medios por los que afirmar, ante estas pinturas hábilmente dotadas de su propia inteligencia fingidora, que nada hay en ellas que no sea exterioridad sin detrás ni dentro –y sin posibles lecturas previas…–, superficies enteramente saturadas de mera visibilidad, juegos de la inmanencia con los que hacer que se desmorone la lógica de la representación.
Las estupendas imágenes obtenidas por la pintora-cirujana tras la ejecución de estos cortes y recortes nos retienen a la intemperie del sentido, expulsados de algún relato en el que cobijarnos. Esta condición de frontalidad –la de los presos de las sombras en la caverna platónica– dota a las imágenes de lo que les es imprescindible: nuestra mirada fascinada. Decididas a no ser ni símbolos de los que participar –como se participa de un credo o de una ceremonia– ni signos designativos y comunicativos, la imagen moderna, desprendida de la densidad ontológica de contar con algún sentido-asidero interior, debe concentrar obsesivamente todas sus fuerzas en clavarnos a su exterioridad resbaladiza. Cabe decir que las imágenes de la pintura soberana no pueden permitirse dejar de ser miradas. Y es por esto por lo que desde –al menos– Manet todo es plasticidad y, por lo tanto, efecto ilusionístico, necesario para sostener al espectador en la tensión de la mirada. Para ello debe obstruir el proceso del entendimiento, impedir la distancia por la que salir de la inmanencia de las figuras buscando la transición protectora hacia la significación. El melodrama, el patetismo en los gestos, los estremecimientos del suspense son instrumentos de las artes de la representación que estas pinturas nos ponen delante como señuelos del sentido.
Édouard Manet, gran inventor de superficies paralizantes, hizo del mutismo la victoria de la imagen contra las transitividades de la representación. A este linaje de silencios y equívocos, de miradas ausentes, pertenecen estas pinturas llegadas post-scriptum y dedicadas a dificultar la reconocibilidad sin llegar a anularla. Quizá posponiéndola, o postergándola. Para esto, la pintura moderna ha debido hacer suyo un trayecto que la condujo –ganándose a sí misma, dotándose de la potestad de la que participa esta serie– desde la episteme del signo a la inmanencia de las figuras. Estas pinturas de Dávila, como las de Manet o las de Magritte (más cercano a estas imágenes de lo que puede parecer, y a Tuymans y Borremans), se agotan en hacerse ver. O sea: no se agotan.
La pintora persiste en la doble escisión mencionada, entre lo interior y lo exterior y entre el instante y la duración, concentrándose en un objetivo ineludible: prestar a la imagen su mayor potencia de presencia, en dejarlas ser, y, sobre todo, en zafarla de las trampas por las que el logocentrismo convierte en signo todo lo que cubre. Con este empeño, Post-Scriptum reúne pruebas delatoras en torno a la mise en évidence de la lógica de la representación, la cual actúa a condición de mantenerse transparente, esto es, desapercibida. María Dávila dedica sus pinturas a mirar con ellas la representación, hasta que consigue advertir que todo en ella es ficción (y no sólo que la ficción es representación, claro). A partir de aquí, bastará, y esto es lo que hace lúcidamente cuadro a cuadro, someterla a la objetualización que se implica en la acción de imitar. Estas pinturas ven la representación y la copian.
Sobre estas telas se asiste al resquebrajamiento de la representación, a las averías que se hacen notar cuando se la toma como «modelo» para la pintura. Observar y copiar fotogramas es un modo posible de delatar su índole facticia. Los engranajes, los trucos, las leyendas que nos dejan leer lo que «piensan» los personajes, las falsedades, todo queda visible al obstruirse la inmediata habitabilidad de la representación. María Dávila mira, discrimina, elige, recorta, detiene, copia… hasta que lo ve. Sin querer entrar, claro. Si no sólo serían fotogramas con los que componer un relato. Por eso nos fascinan: quietos y fuera.
No se trata sin más de insistir en que la ficción es construcción más o menos verosímil, sino en advertir, hasta el vértigo, que la representación es ficción que debe cumplirse en ser perfecta: sin resquicios por los que se le vea su condición de instancia intermedia, interpuesta; sin ranuras por las que nada se salga. Perfectamente invisible.
Sin esperarlo, es en el Libro X de La República (598 b) donde Sócrates da al lector una definición de la imagen capaz de inspirarnos acerca de cómo estas pinturas «posteriores a lo escrito» se mantienen en irreductible ajenidad a los modos cognoscitivos que preguntasen por la identidad de ellas como sucesos, relatos o personajes. Es esta:
– […] ¿qué es lo que persigue la pintura con respecto a cada objeto, imitar lo que es tal como es o lo que aparece tal como aparece? O sea, ¿es imitación de la realidad o de la apariencia?
– De la apariencia.
– En tal caso el arte mimético está sin duda lejos de la verdad, según parece; y por eso produce todas las cosas pero toca apenas un poco de cada una, y este poco es una imagen.
Por la razón de que lo propio de la pintura es la imitación de la apariencia, de lo sensible en sus modos de aparecerse, su estatuto de producción de imágenes consiste en que «toca apenas un poco» las cosas. Donde hay imágenes, sólo están ellas tocando mínimamente las cosas. Sin penetrarlas ni poseerlas. Aunque eso sí: con poder para suplantarlas, para conseguir anteponerse a ellas. Las imágenes, sin adentrarse en la identidad de las cosas (y precisamente por esto), sin entender la significación fundamental de aquello que alcanzan a usurpar, son este contacto leve –algo así como la vaporosidad de la imagen-fantasma– requerido para crear la ilusión en la que se simula la apariencia de la cosa sin la cosa. El tacto mínimo dotará a la pintura de la enorme potencia de darnos a los ojos lo que apenas conoce. Esta es su potencia mayor, y también su más alta complejidad moderna: Chardin, el Goya retratista, Seurat, Spilliaert, Morandi, Richter, Tuymans, Borremans y también María Dávila están afanados en ella. El arte por el que el ojo se ocupa de dar apariencia estática a lo que no le corresponde conocer.
Escritas hace ya medio siglo, las páginas anexas de Lógica del sentido en las que Gilles Deleuze se pregunta a la manera de Nietzsche por la inversión del platonismo nos devuelven a cierta división (de nuevo estamos ante un corte, pero este es el fundacional), determinante para el porvenir occidental de las imágenes, instaurada en el Sofista (235 d), entre las imágenes producidas por la técnica figurativa (tékhnē eikastiké), copias sin otro cometido que el de reproducir sus modelos con obediente e inequívoca fidelidad (más allá, claro, de las insuficiencias técnicas –artísticas– que puedan padecer o mostrar en esta tarea netamente «realista»), y aquellas otras, las imágenes-simulaciones, que «sólo aparentan parecerse, sin parecerse realmente» (236 b). Entre las imágenes que se cumplen propiciando que por ellas se alcance el modelo, y aquellas otras apariencias afanadas en quedar antepuestas, imponiéndose como presencias engañosas. Estas segundas, si bien se cubren del (con el) parecido, no son indicativas de nada que sea real. Fingen parecerse a lo que no es. No tienen otra dimensión que la de ser apariencias o fantasmas. Parecen sin ser (236 d).
Sin embargo, desde el momento mismo en el que se acomete esta simple diferenciación ambos términos se tornan confusos, borrosos, indefinidos, y la razón de esta frustración de la mencionada división, por la que se quiso proteger a la imagen-copia protegiéndola del falso pretendiente que es la imagen-fantasma, radica en que el simulacro no tiene más identidad que la de ser potencia capaz de producir equívocos e ilusiones. Su fuerza mayor no consiste en ser sin más una mala copia, con lo que en tal caso se delataría su mera incapacidad para realizar la reproducción exacta, sino en que su ser radica en su poder de invalidación del vínculo, respetuoso de lo real, entre el modelo y la copia. La imagen-simulación «no es simplemente una falsa copia, sino que pone en cuestión las nociones mismas de copia… y de modelo».
Creo que es así como debe valorarse el recurso empleado por María Dávila de tomar «modelos» o «motivos» de otros campos de la representación que casi a punto estamos de tomar por naturales. La lectura que Deleuze realiza de la distinción platónica entre la copia que sirve a lo real y la que sólo se sirve de lo real para suplantarlo, siendo esta segunda el simulacro, me parece especialmente idónea para comprender el procedimiento por el que estas pinturas abolen el principio metafísico según el cual existe una realidad última, definitiva, incuestionable, que un buen pintor de copias autorizadas debería tratar de alcanzar. Post-Scriptum, como el simulacro, son pinturas desautorizantes de lo real. Huellas de huellas de huellas… Artificios sostenidos por la imaginación humana exiliados de la vieja ecuación que nos mantuvo dichosos en la confusión entre sustancia y realidad, entre lo increado por lo humano (la naturaleza, lo celestial) y el sentido verdadero.
Ante la amenaza de que la «legítima» relación de subordinación de la reproducción al modelo o al original, cuyas existencias pueden probarse, sufriese el sabotaje del simulacro, capaz de aparentar parecerse a lo que sin embargo no existe, Deleuze nos descubre la intención principal de Platón: «Se trata de asegurar el triunfo de las copias sobre los simulacros, de refouler [inhibir, reprimir] los simulacros, de mantenerlos encadenados al fondo, impidiéndoles salir a la superficie e insinuarse por todas partes».
La inversión del platonismo habría de consistir en la emergencia de los fantasmas conquistando para sí la superficie impenetrable. Es justamente esto cuanto se lleva a cabo en estas imágenes de María Dávila, dedicadas de este modo a la eclosión de los simulacros liberándolos de las ideas, de la exigencia de la verdad y, con ellas, del vínculo de validez onto-cognoscitiva entre el original y la copia, el modelo y su reproducción.
Demos un último paso. A partir de las aportaciones debidas a Manet en la década de los sesenta del siglo XIX, la imagen artística ha ganado su autonomía desplegando dos vectores estratégicos y que es preciso diferenciar: por una parte se encuentra la gran tradición espectacularista y estetizante, plasticista, formalista y ensimismada, que, de un modo u otro, nos lleva a las diversas poéticas abstractas; por otra, este otro linaje del que creo que participa la pintura de Dávila, cuyo objetivo principal es el de extrañarnos –más que ensimismarse en su propia vanidad– de la identificación provocando la equivocidad del signo e imponiendo la figuralidad confusa y parcialmente ilegible. Este segundo trayecto es el de una soberanía plenamente moderna que no se corresponde con la negación de toda referencialidad (Post-Scriptum es «totalmente» referencial), sino con la exigencia de que lo creado a través de la pintura permanezca irreductible tanto a su legibilidad como a la mera reproducción mimética de lo real perceptible.
En su trabajo sobre Francis Bacon, donde usa la categoría hermenéutica de lo figural de Lyotard [1], Deleuze, refiriéndose a los modos característicos de la pintura del irlandés, aprecia muy bien esta doble vía de resistencia a la figuración:
La pintura no tiene ni modelo que representar, ni historia que contar. A partir de ahí ella tiene dos vías posibles para escapar de lo figurativo: hacia la forma pura, por abstracción; o bien hacia lo puramente figural, por extracción o aislamiento. Si el pintor tiende a la Figura, si toma la segunda vía, será, pues, para oponer lo figural a lo figurativo.
Las imágenes que conforman Post-Scriptum lanzan las figuras contra lo figurativo. Minando de contingencia y equívocos el orden con el que nos habituamos a identificar lo real, irrealizándolo, las imágenes falseadoras –apariciones haciéndose pasar por copias autorizantes de la mismidad– despliegan para ello una potencia imprescindible, consistente en la desestabilización del sujeto respecto a las distancias protectoras obtenidas por el entendimiento –y, en otro plano, por la actitud estética– al convertir el mundo en su representación.
Nos aproximaremos al final de estas líneas reparando en el que me parece que es el efecto principal de cuantos despliega esta pintura: la fascinación. «El sentido del misterio es permanecer todo el tiempo en el doble, en el triple aspecto, en las sospechas ante el aspecto (imágenes en imágenes), formas que van a ser o que serán según el estado de espíritu del que las mira», escribía Redon en su Journal. Es así como la imagen fascinante nos apega a ella a la vez que nos excluye. Sobre esta exigencia, nos ha dado Barthes, en sus Fragmentos de un discurso amoroso, una espléndida definición de la imagen (o mejor: de la supervivencia de la imagen como presencia): «He aquí, pues, la definición de la imagen, de toda imagen: la imagen es aquello de lo que estoy excluido».
La conquista antiplatónica de la imagen no es otra que la de hacer desaparecer lo que hay: «La imagen exige la neutralidad y la borradura [effacement] del mundo, quiere que todo regrese al fondo indiferente donde nada se afirma, tiende a la intimidad de lo que subsiste aún en el vacío: ésta es su verdad», escribía Blanchot en El espacio literario. No es otra la verdad de estas pinturas: subsistir en el vacío. Inapresables.
Notas:
[1] Acerca de la categoría de lo figural debo explicitar que la empleo y sobreentiendo aquí siguiendo las propuestas de Jean-François Lyotard en Discours, Figure: «En cuanto al espacio de la figura, “figural” lo cualifica mejor que “figurativo”; este último término en efecto se opone, en el vocabulario de la pintura y de la crítica contemporánea, a “no-figurativo”, o “abstracto”; ahora bien, el trazo pertinente de esta oposición consiste en la analogía del representante y del representado, en la posibilidad ofrecida al espectador de reconocer el segundo en el primero […] La figuratividad es entonces una propiedad que concierne a la relación del objeto plástico con lo que él representa. Ella desaparece si el cuadro deja de tener la función de representar, si él mismo es objeto». Según Lyotard, lo figural se definiría apareciéndose contra lo textual.