…
La luz se apaga, abres unos ojos que no existen.
Principium individuationis
“La verdad poética es la única verdad”
(Robert Musil)
En su ensayo “Contra la interpretación” (1964), Susan Sontag defiende la antítesis de que “el misterio está en la superficie”. Platón veía en el arte un simple trampantojo, una sombra, frente a la luz de la verdad de las ideas, de las que, cualquier representación, no pasaba de ser una triste parodia. De esa visión deriva la separación, igualmente ilusa, entre contenido, como esencia y forma como cosa accesoria, y el hábito enfermizo de interpretar las imágenes. Como si la traducción de una imagen a palabras –su normalización como objeto del lenguaje- la ennobleciera de algún modo; como si hacer comprensible tuviese algo que ver con hacer sensible a lo que no puede ser comprendido. Sontag advierte que la búsqueda de un sentido en la obra de arte ha llegado a reemplazar a la inmediatez de la experiencia estética, dirigida primordialmente a los sentidos, y añade que para restablecer el poder de la obra de arte no necesitas una hermenéutica sino una erótica: una vuelta a la sensual inocencia anterior al discurso: la “transparencia en el arte como su valor más alto y liberador”. Cita entonces, intencionadamente, la obra de dos cineastas ejemplares: Bresson y Ozu. Entiende que es precisamente el cine, por su irresistible poder de seducción, su vitalidad y su capacidad de incorporar verdades accidentales, el que mejor puede mostrar el camino para la supervivencia de la imagen, al margen del significado que la crítica se esforzará en imputarle o de los pretendidos “mensajes” en los que sus propios realizadores se vanaglorian.
Pero tú, sigues debatiéndote entre palabras y cosas. Te preguntas si es posible hablar de arte sin hacer diagnósticos, atendiendo a los sabores, a las formas y a los procesos, ajustando tu propia voz para estar a la altura de la imagen, sin domesticarla ni agotarla, sin hablar en su lugar. Como Barthes con Sade, Blanchot con Paul Celan, Auerbach con Homero o Callois con Saint-John Persé. Esa capacidad de dialogar sin apropiarse del discurso, sin perder tu condición de espectador atento a la descripción del puro hecho de percibir, fiel a tus más íntimas reacciones. Sabes que debes buscar una posición fuera del hechizo de la obra para poder hablar de lo que ocurre en sus alrededores, sin ese aturdimiento que da la proximidad, con otro lenguaje que no sea el que la obra ha infundido en ti. Te sitúas en ese principium individuationis que aconseja Schopenhauer, intentas centrarte en un lúcido aislamiento, considerando las cosas como simples fenómenos.
Grisalla
“No se trata ya de hablar del espacio y de la luz, sino de hacer hablar al espacio y a la luz que están ahí”
(Merleau-Ponty; El ojo y el espíritu)
Has quedado con María Dávila para que te enseñe algunos de los cuadros de la exposición. Observas la desenvoltura con la que la artista manipula sus propias obras: cómo las sostiene, las organiza, las señala, las mira. La mirada de un pintor sobre sus propias pinturas te resulta significativa. Sus ojos vuelven sobre recorridos conocidos, se detienen en ciertos detalles, saltan de un fragmento a otro, revelando vínculos insospechados. Sientes que su acción al mirar el cuadro es como mirar su propio mirar. Un mirar mirar, que la obra de María Dávila tematiza.
Mientras tomas notas, le haces algunas preguntas. Quieres saber más sobre sus métodos de trabajo. Estás convencido de que las pequeñas acciones, los gestos y los movimientos más involuntarios de la labor artística son como reflejos de impulsos inconscientes que, de un modo u otro, quedan atrapados en el cuadro. Sospechas que cada sesión de trabajo deja su rastro de carácter en la fisiognomía final de la obra.
Descubres una pintura “realista” que, sin embargo, no toma como modelo la realidad sino que elige basarse en imágenes intermedias; haciendo representaciones de representaciones. Comprendes que esta decisión supone un ejercicio de autorreflexión de la imagen. Eres especialmente sensible a los rostros, las poses, las relaciones que intuyes entre los distintos protagonistas de esta dramatis personae, en las que comienzas a identificar parentescos, rostros que te imponen su existencia única, situaciones que parecen surgir del fondo de tu propio psiquismo. Un mundo que te resulta, al mismo tiempo, familiar y extraño.
Aunque parte de una realidad de segundo orden -la “realidad ilusoria” de una película- automáticamente la percibes como si se tratara de una “realidad absoluta”, en situación de igualdad con lo que llamarías: lo “real real”. La pintura entonces se reafirma en su condición de sombra de otras sombras, que a su vez te remite a otras sombras anteriores; iniciando una onda expansiva de futilidad que se propaga hasta poner en jaque tu propia existencia, como mero trasunto de una cadena de proyecciones sin una causa primera. De ahí la peculiar melancolía que te provoca mirar estas pinturas, tan semejante a la sensación de desamparo que siempre te ha inspirado la pseudo-vida de los autómatas.
Autómatas, muñecos, maniquíes, títeres, impasibles como muebles. Encuentras en ellos algo obsceno, demasiado explícito, que sin embargo te fascina. En su insolente parodia de lo humano transmiten más verdad que cualquier intento de representación naturalista. Nada les afecta en su impecable indiferencia. Distantes, invulnerables en su fragilidad. Para Kleist no son una metáfora de la alienación sino, por el contrario, un ejemplo de libertad que no depende de la conciencia interesada de un ego, sino de un centro anterior y más profundo que les mantiene en permanente armonía con el entorno. El visionario del teatro Gordon Craig proponía un modo de actuar que aspirara a imitar la perfecta neutralidad de un muñeco. Su ideal del actor como supermarioneta se inspira en ese autómata que habita en tu exterioridad, tu ser más puramente formal, aquel que Artaud llegó a experimentar en carne propia, como una vívida pesadilla, en lo que llamaba: “tótem del ser, arrojado al exterior de sí mismo por el infinito afuera que le perfora”. Los personajes ensimismados de las pinturas de María Dávila también te parece que se comportan como supermarionetas, cuadros de vanitas que te interpelan con su silencio.
María es una artista con una gran curiosidad intelectual, su pintura forma parte de un todo que se retroalimenta de las pinturas de otros; de lecturas, escritos y películas, configurando una geografía anímica que quisieras explorar. Llegas a pensar que su pintura es una respuesta a la conmoción que le provocan las obras de otros autores. Supones que, en esta ocasión, la clave habría que buscarla en algunas películas de los comienzos de la Nouvelle vague, influidas por la lectura simultánea de ciertos textos clave del entorno existencialista: Sartre, Merleau-Ponty, Blanchot; que confluyen, por un azar clarividente, en la peculiar atmósfera creativa en la que sus pinturas se sumergen.
En contraste con la lenta incubación de los temas, su proceso de pintar te parece rápido. Se trata esencialmente de una clásica grisalla, que te recuerda al cine en blanco y negro. La técnica es tan sencilla que te asombra: sobre la madera, un fondo alisado de imprimación blanca es velado mediante capas de óleo negro, ligeramente teñido de color: carmín, ocre, azul de Prusia… En fresco, frotando con un trapo, van surgiendo las luces; desde las más profundas hasta la casi opacidad de las sombras, en una progresiva gradación del claroscuro. No cabe el arrepentimiento, el método exige resolución y destreza. Cualquier error supondría borrarlo todo y empezar de nuevo. De modo que es necesario actuar con valentía, pero también con medida. Tu mirada penetra en la imagen con la misma soltura y confianza con que fue pintada.
¿No crees que esta manera de pintar “despintando” guarda una estrecha relación con el modo en que se forman los recuerdos? Recordar es revelar, desvestir, desenvolver, despejar, desbrozar, desenterrar, derribar, excavar, limpiar, barrer. Acciones que intentan restablecer una situación original, un retorno incompleto, cubierto aún por la pátina ligera del polvo del camino de regreso. Recordar es volver al vacío quedándote a medias, con una parte de ti todavía en el momento presente. Un ajuste entre la nada y el ser. Talar, vaciar, grabar, borrar, dibujar en el vaho…; oficios de ese hacer deshaciendo que se detiene un poco antes de la desaparición completa, todavía apegado al mundo de las sensaciones: “no se crea agregando sino suprimiendo” – afirma Bresson.
Las acciones poseen su propia expresividad. Puedes quitar o añadir, limpiar o manchar, llenar para vaciar, vestir para desnudar, alejarte para reencontrarte. Las diferentes acciones van cubriendo la materia con sus huellas. Toda pintura es, en última instancia, el resultado de las huellas de una sucesión de acciones. Un soporte sensible en el que puedes revivir imaginariamente una experiencia completa. En ese sentido no se diferencia demasiado de una película.
Notas que los objetos y los espacios, ni más ni menos que las personas, se igualan en la monocromía de la imagen, como frágiles metáforas. Formas vacías abstraídas en un mismo letargo sin palabras: “esperar, esperar, esperar” desde la quietud de una poesía muda.
Algunos motivos resuenan en tu mente con la insistencia de un enunciado:
-Paredes, puertas, cortinajes…, cerrándote el paso, imponiendo sus límites.
-La suspensión del significado, lo indecible, lo que te empuja hacia la imagen, aquello que te sumerge en la pura visualidad.
-La sensación de repentino exilio al bajar la vista al encuentro de la propia mano; espejo opaco, rostro sin mirada: “las manos quieren ver, los ojos desean tocar” –decía Goethe.
-Manos inexpresivas, que palpan, señalan, sostienen con pesada mansedumbre.
-Personajes vacíos, almas perdidas.
-Poses tediosas, tediosa gravidez de los cuerpos en sus múltiples inercias; cayéndose, cediendo, obedeciendo, hundiéndose, desplomándose, ignorándose a pesar de la exuberancia que supone un cuerpo frente a otro cuerpo.
-Miradas que parecen consentir en convertirse en objetos de tu mirada, desviándose hacia un lado, hacia abajo, hacia adentro, hacia el vacío infinito de las cosas, hacia cualquier afuera.
-Encuadres delimitando el territorio de lo sensible: lo que asoma y lo que queda fuera, como sugerido, orbitando alrededor del núcleo denso de la imagen, que también te atrapa con su magnetismo.
-Pero, por encima de todo, la elección de la pintura como el medio para imitar, no el mundo, sino su representación más lograda: la realidad del cine. La pintura transforma, con su sustancia misteriosa, aquello que imita. Una metamorfosis que afecta sobre todo a lo visible: es la visibilidad la que está en juego. Pasolini en “Divina Mímesis” (1975) descubre que la copia de una copia es un dispositivo capaz de hacer surgir una “poesía neoexistencial que desoriente a los indolentes”, volviendo a poner en circulación un material de desecho, en contextos nuevos, más abiertos a la aparición de asociaciones inesperadas.
Diégesis
“Existe una especie de indiferencia en mis pinturas que las convierte en más violentas, porque cualquier objeto representado está como borrado, suprimido”
(Luc Tuymans)
La pintura de María, sin ser teatro, ni fotografía, ni cine, pero en su empeño por parecerlo, te sugiere ese mismo tipo de conciso fetichismo. Aunque esta vez, no hay trampa, estás siendo cómplice del truco, puedes mirar y a la vez mantener una distancia crítica como co-autor. La pintura no disimula su artificiosidad, al contrario, la exhibe con desparpajo, con el énfasis que impone su propia presencia como objeto físico. En sus pinturas al igual que en sus propios escritos, María Dávila propone una reflexión sobre el hecho de pintar como un “modo de ver” instalado en el cuerpo, que excede al hecho puramente óptico de la visión, en la línea del último texto de Merleau-Ponty: “El ojo y el espíritu” (1960) en el que se afirma que, en la pintura, “el cuerpo se ve viendo”, aboliendo la separación entre el sintiente y el sentido.
Los griegos establecían una diferencia entre mímesis y diégesis. Mientras la primera aspira a reproducir fielmente los hechos a la manera de una descripción objetiva, lo diegético, aun siendo una modalidad de mímesis, estaría más próximo al relato personal que desarrolla una ficción verosímil en función de sus propias pautas. Es decir, algo que pasa por ser una copia de lo real ofreciendo, no obstante, una versión sesgada. Ahora bien, ese “sesgo” es precisamente el que reivindica Merleau-Ponty al señalar la supremacía de la pintura, respecto a las técnicas derivadas de la fotografía, como instrumento de captación de la verdad fenomenológica que es, en definitiva, la única verdad expresable: “el pintor aporta su cuerpo” -dirá Paul Valery.
Copiar “a ojo” es un caso claro de diégesis: lo que acaba apareciendo es siempre algo diferente y nuevo. La imitación exagera y omite, suma y resta. Todo parece igual pero algo falta o no encaja, y esas ausencias y esos disloques te inducen a terminar el trabajo, a organizarlo y completarlo a partir de tu propio imaginario.
El concepto de representación mimética en Auerbach no se limita a la comparación entre objetos semejantes; la mímesis implica una operación que afecta a los códigos mismos de representación, produciendo una expansión de lo expresable, por la yuxtaposición de procedimientos y contextos extraños a los del original. Y así, bajo el rostro de lo conocido, surge la presencia inquietante de lo distinto.
Zahir
“El Otro es siempre el Mismo y sólo el movimiento del tiempo puede crear una ilusoria diferencia”
(Pierre Klossowski)
Percibes semejanzas constantemente, podrías pensar que el mecanismo mismo de percibir se basa en la búsqueda de parecidos: una apremiante sucesión de reconocimientos que te hace vivenciar el mundo como alegoría. En tu memoria está la clave de este reconocimiento. Al reconocer al objeto lo introyectas, lo incorporas y adquiere el comportamiento de uno más de tus recuerdos. La situación la experimentas entonces desde dentro, como cosa propia; parece construida por y para ti. En ese sentido la realidad se te aparece, en cada momento, como una proyección personal que demanda ser interpretada. Goethe estaba convencido de que una misma estructura formativa -“un mismo drama”- afectaba a todas las cosas de este mundo y que era posible reconocerlo en cualquier fragmento de la realidad. Así pensaban los “antiguos” al comprender que cada circunstancia podía ser contemplada como un oráculo. Fijas tu vista en un objeto cualquiera y presientes que en ese mismo instante todo parece encajar.
En toda situación real puedes llegar a identificar, bajo una nueva apariencia, la puesta en escena de un acontecimiento psíquico que te concierne. Vladimir Propp, en su célebre estudio sobre la morfología de los cuentos (1928), observa que, aunque los personajes y situaciones parezcan diferentes en cada cuento, las acciones son esencialmente idénticas; llegando a la conclusión de que todos los relatos imaginables podrían reducirse a 31 contextos narrativos recurrentes y 7 tipos de personajes. El simple discurrir de una acción a otra como un todo, te distrae de esta invariabilidad, provocándote la sensación de estar enfrentando algo diferente cada vez. Cambian las apariencias, los nombres, pero no sus acciones. Propp sugiere un sistema combinatorio, estructuralmente muy simple, que podría ser el fundamento del comportamiento alegórico de nuestra percepción y de la eficacia de los relatos como mecanismos emocionales sustitutorios. Sus observaciones también son aplicables al cine; al prescindir de la continuidad narrativa y prestar atención aisladamente a cada uno de los fotogramas que componen una secuencia -al detener el tiempo-, se pone en evidencia esa misma simplicidad. Hay solo unas pocas disposiciones que se repiten una y otra vez, bajo diferentes disfraces y que vienen a incidir en una vivencia análoga, almacenada en tu memoria, como si la propia realidad solo admitiese un número limitado de combinaciones. Desde esa óptica, tu propia vida podría ser vista como la fabulación de una identidad polimórfica.
A su vez, todos los cuentos posibles están latentes en cada cuento y en cada fragmento de ese cuento. Borges se refiere al Zahir como el reverso del Aleph. Si este último es capaz de contener el universo en un punto, en el Zahir las infinitas apariencias se resuelven en una sola. Lo complejo encuentra su manifestación completa en un objeto simple que absorbe todas sus cualidades, con sus múltiples matices. Cualquier cosa en la que fijes tu mirada puede ser un Zahir: una puerta, una esquina, un libro, una sombra, una pantalla de cine, la solapa de un traje, una cara, un pequeño adorno en la pared, el orificio de una cerradura, un vestido, un guante, la propia mano. Un Zahir termina acaparando tu pensamiento, como una luz en la oscuridad, como una salida al final de un túnel, como un espejo en una habitación vacía.
Recuerdas que el fotógrafo Hiroshi Sugimoto, rotundo y directo en el manejo del tiempo, repitió en varias ocasiones el mismo experimento: situaba su cámara en el patio de butacas de la sala de cine, de frente a la pantalla y mantenía pulsado el disparador. La exposición empezaba al comenzar la proyección y terminaba cuando la película llegaba a su fin. El resultado, sin ningún tipo de trucaje, era indefectiblemente una pantalla en blanco que contenía la suma de todas las imágenes proyectadas. Un blanco que resultaba de la yuxtaposición de todas las imágenes posibles. El mismo “lugar común” de donde surge el universo pictórico de María Dávila. Su personal Zahir es un vacío hecho de plenitud sobre el que tu consciencia proyecta su teatro de sombras.
Tableau vivant
“¿Como llegaste a mí?
¿Bajo qué forma?
¿Con qué disfraz?“
(Terrence Malick, El árbol de la vida)
Tus fantasías tienen necesidad de extremar sus medios de expresión para hacerse verídicas. Lo que Bazin llama “necesidad de la ilusión” precisa de ese plus de “realismo” que caracterizó a la pintura barroca y que encuentra su vehículo más eficaz en la fotografía y el cine; en donde la ilusión de realidad ya no precisa ser construida desde su materialidad más elemental con estrategias realistas, porque ahora permanece físicamente contenida en la imagen, transferida en forma de huella. Como en los antiguos relicarios, la imagen fotográfica retiene la inmediatez del contacto, está impregnada de realidad.
La borrosidad con que María pinta a sus personajes subraya el origen espectral de la imagen fotográfica. El material fotosensible sirvió en otro tiempo para verificar la existencia de los fantasmas: para hacer visible lo invisible. A finales del siglo diecinueve, William H. Mumler se hizo famoso por sus fotografías de espectros. Son imágenes de una rara belleza en la que ciertamente, más allá del fraude, se alcanza a captar algo sobrenatural. La fotografía vuelve enigmático todo aquello que retrata: personas y cosas parecen envueltos de un aura que los transfigura.
En un mundo saturado de fantasmagorías hiperrealistas, la voluptuosidad barroca será sustituida por un ascetismo del gesto, una contención en las antípodas del sensualismo, como enseña el cine de Bresson. Y es justamente, en ese desierto de la expresión, donde sientes que vuelven a asomarse rastros de auténtica vida. Pessoa concebía el ideal de un “teatro estático” como aquel cuyo enredo dramático no se fundamentara en el argumento, donde las figuras ya no actúan y ni siquiera poseen sentidos capaces de producir una acción. Un teatro poético sin trama, que se limita a componer inertes tableau vivant, reveladores de momentos del alma.
Un homme qui dort
“… estaba paralizado y no podía decir una palabra. Miraba fijo una pequeña estatuita khmer…”
(Sartre, La náusea)
Todo empieza en tu consciencia. Ese desdoblamiento del yo que obsesionaba a Blumenberg, la simultaneidad de ser testigo de tu propia existencia; de estar dentro y fuera de los hechos, al mismo tiempo. Observando tu dramático naufragio desde la imperturbable seguridad de tierra firme. Tú eres el espectador del teatro del mundo en el que permaneces inmerso.
Llevas un diario, anotas con cuidado y prolijo detalle lo que sucede, monologas al paso de los acontecimientos; sientes que estas acciones refuerzan la separación que es la sustancia misma de tu consciencia. Pero en el fondo de esa exaltación del darse cuenta, se reproduce, paradójicamente, una suerte de inconsciencia doblemente sonámbula, en la que lo que percibes pierde peso al ser reemplazado por la lenta operación de construirte un relato veraz del mundo de los fenómenos, representándolo en sus más pequeños detalles. Como si nada fuese plenamente real sin su obligado paso por tu pensamiento:
“abrí la mano, miré: era simplemente un picaporte”
Lejos de las certezas fulgurantes del ver, te hallas en el territorio intencionado del mirar. Tu consciencia, en su ceguera, te arrastra a un mundo en el que te mueves a tientas. Tu mirada es ahora ese prolongado pasaje que va de las cosas al para qué. El mundo se ralentiza como un texto que debes aprender de memoria en la apropiación y la repetición. El proceso se hace evidente en la característica impasibilidad del rostro que te mira en el espejo. Abstraída en sus propias proyecciones, tu mirada es un ver varado en sus objetos, que retiene sin percibir, hasta que la memoria reconoce lo propio y lo nombra.
La literatura no podía pasar por alto este proceso del que la escritura es su manifestación más contundente. La escritura es la presencia visual de la palabra; la palabra estabilizada, convertida en objeto para la mirada. El ver transformado en leer. Tus ojos se acostumbran al pensamiento y tiendes a ver el mundo como escritura. Siendo lector de tus propios escritos, te conformas a imagen de las imágenes que tú mismo has creado.
La literatura nos ha regalado retratos psicológicos precisos de esa autoconciencia que acaba adoptando la apariencia de una extrema alienación. Un monologismo que impregna todo aquello que toca, y del que no se salva ni el propio narrador. Como ocurre en “Bartlevy, el escribiente” de Melville (1853): un personaje sin voluntad, absorto en la contemplación, impelido a no hacer nada, que anticipa el paradigma del hombre moderno que, desde su vacío, es testigo privilegiado de una realidad sobre la que es incapaz de intervenir y que Kafka convierte en icono de la errática identidad contemporánea. Los personajes de Dostoyevski asisten al mundo como a un teatro interno levantado por un continuo murmullo interior que no deja ver las autenticas formas del afuera. Desde la perspectiva de Bajtín, el desdoblamiento presente en toda la obra del novelista ruso, es un ejemplo del carácter polifónico, casi esquizofrénico, de la inestable identidad de sus personajes. Su prototipo es la voz en primera persona del protagonista de “memorias del subsuelo” (1864) que continua resonando en “la náusea” de Sartre (1938). Otros importantes novelistas del siglo XX han sentido el mismo impulso de adentrarse en los laberintos de una escritura ensimismada: Proust, Joyce, Becket, Musil…
Decidido a devolver a la mirada esa “belleza del otro lado del vacío”, George Perec tuvo el acierto de adaptar su novela homónima “Un homme qui dort” (1967) al cine (1974), con la complicidad del realizador Bernard Queysanne. El resultado es un retrato del yo soy de una verdad y una crudeza devastadoras. ¿Quién te habla? ¿A quién le sucede lo que te está pasando? ¿Quién mira a quién? Con el uso de la segunda persona se provoca un ambiguo juego de identidades: narrador-actor-espectador. Una indiferencia respecto al sujeto que trastorna todo el sentido del lenguaje.
-La voz dice: “estás solo.., aprende a ver como un hombre solo”
Elipsis
“Pertenece a la naturaleza de la expresión el tener que dejar que se pierda algo, el desvelar sólo de modo incompleto e imperfecto”
(Giorgio Colli, Filosofía de la expresión)
“No hay sujeto” –afirma Giorgio Colli, con heroico nihilismo, liquidando de un golpe todo el conocimiento anterior basado en un punto de vista que a partir de ahora se ha quedado vacante: “si hablamos sobre algo, hablamos de un objeto […] existe el conocimiento pero no el conocedor”. El sujeto esta relativizado al objeto: el sujeto es causado. La realidad la percibes siempre como representación porque si ves dejas de experimentar y te distancias de la vida inmediata. El fondo de la vida necesariamente queda siempre fuera de lo que estas expresando; es intocable, inefable. “Sabes que lo has vivido sin haberlo sabido al vivirlo”. A través de los simulacros del arte tratas de llenar ese enorme vacío –tu ojo ve en la medida que reprime lo que ve- estimulando tu capacidad de recordar por medio de imágenes elusivas. Lo esencial sigue estando fuera de cuadro –tú eres el que habla.
La obra de María Dávila te sale al encuentro en forma de elipsis. Una narración interrumpida, un salto en el tiempo y el espacio que deja que tu imaginación aspire a completar su antes y después sin salir de su continuo presente. Debes sobrentender lo que ha quedado silenciado. Lo propio del misterio no es que lo descifres, sino que mantengas la intensidad del suspense y al mismo tiempo perseveres en llegar a resolverlo, acechando la más leve ocasión que se te presente para hacerlo. Todas sus imágenes participan de ese extraño poder de fascinación de lo que te excluye, de lo que te es negado y te niega.
Et in Arcadia Ego
“Se ve con el silencio”
(Rilke, notas sobre las pinturas de Hammershøi)
La separación se produce desde tu primera toma de conciencia: la aparición del sujeto. Instantáneamente se desencadena la realidad de los objetos. La inercia indiferenciada de lo que te rodea frente a la omnipotencia del yo-sujeto sobre todo aquello que conceptualiza como su objeto. Uno empieza donde el otro acaba. Pero cuando, por momentos, sientes flaquear esa certidumbre -aun con la conciencia despierta o justamente por eso- sucede lo que Freud llama lo siniestro y los objetos se transfiguran en potenciales sujetos con vida propia que amenazan tu identidad. Entonces, aún alcanzas a ser testigo de tu propio naufragio en lo contingente, de tu consciencia de ser un objeto entre objetos, respecto a una identidad utópica permanentemente diferida.
María Dávila sabe elegir los instantes en los que la identificación con lo representado alcanza su máxima intensidad: cuando lo que se escenifica es el acto mismo de mirar. Al mirar el mirar, la relación entre sujeto-objeto entra en bucle y se cortocircuita. La conciencia de que estás mirando mirar, te hace confundir lo que miras con tus propias autopercepciones. Magritte lo escenifica en “El retrato de Edward James” (1937) que se erige como efigie sagrada en “Un homme qui dort” de Perec. Menos didáctico y más indescifrable, está presente en los personajes de espaldas de las pinturas de Friedrich y vuelves a encontrarla, una vez más, en la ambigua placidez de las escenas que retrata el pintor danés Wilhelm Hammershøi, donde a menudo te has llegado a sentir con un pie dentro del cuadro. El tema del observador que se introduce en lo observado es antiguo: “Et in Arcadia ego”. También tú te encuentras entre las cosas de Arcadia o, lo que es lo mismo, la realidad que enfrentas y miras, no la puedes conocer más que como auto-representación. En la interpretación pictórica de Guercino (1621-23) y más tarde en las dos versiones de Poussin (1629-30 y 1638-39), una vez más, te sorprendes a ti mismo contemplando a los que a su vez contemplan absortos el misterioso objeto de su propio devenir. El cuadro dentro del cuadro. La interioridad la vislumbras en el fondo de la exterioridad. En palabras de Jean-Luc Nancy: “yo no me asemejo sino a un rostro siempre ausente para mí y por fuera de mí, no como un reflejo, sino como un retrato portado frente a mí”.
Masque
“Esas sombras grises o sepias, fantasmagóricas, casi ilegibles, no son ya los tradicionales retratos de familia, sino la presencia turbadora de vidas detenidas en su duración, liberadas de su destino, no por el prestigio del arte, sino en virtud de una mecánica impasible”
(André Bazin, ¿Qué es el cine?)
André Bazin, el apasionado ideólogo y fundador de «Cahiers du Cinéma», acostumbraba a pensar el cine desde su parentesco con otras artes plásticas, como la pintura o la escultura, a las que definía como “artes embalsamadoras”, concibiéndolas como la manifestación más rotunda del deseo de salvar al ser por las apariencias. Las imágenes “realistas” no obedecen únicamente a un gratificante ejercicio de mímesis, hay algo más en juego, un efecto sobrevenido que podría ser la razón de que la acción de copiar -como Aristóteles señala- sea recompensada por la naturaleza: la imitación te produce placer. El hecho de que toda representación, además de señalar hacia la cosa que imita, genera a su vez una existencia autónoma. En la representación, el mundo es interpretado como un personaje por un actor, pero ese actor tiene una vida propia que trasciende y se suma a la del personaje que está representando. De modo que estás asistiendo a dos realidades simultáneas y en ese sentido: re-presentar supone, no tanto la presencia de un doble como una doble presencia. Cuando eras niño, al jugar, atribuías roles a las cosas, recreando, a través de tus propios relatos improvisados, una exterioridad fantasmática que transformaba completamente la realidad, aunque las apariencias no experimentasen ningún cambio. Es un mecanismo semejante al de tus sueños, pero en este caso las formas reales son, por así decirlo, “abducidas” por entidades imaginarias, sin llegar a perder su propia identidad.
En “Masque” ves el rostro en primer plano de una mujer joven de ojos claros, frente despejada, el pelo –probablemente rubio- recogido desde las sienes, por detrás de una brillante diadema desde la que cae en cascada sobre los hombros desnudos. Está mirando hacia su propia mano que permanece levantada a cierta distancia de la cara, con los dedos relajadamente separados, enfundada en un guante oscuro con adornos serpenteantes, interponiéndose a la fuente de luz que la ilumina frontalmente, proyectando su sombra chinesca sobre el rostro. Esta descripción es una copia y sin embargo es evidente lo mucho que se distancia de su modelo; los infinitos matices no contados, la relatividad de sus afirmaciones. De hecho no muestra nada, se limita a señalar hacia los posibles lugares comunes con los que juega el lenguaje. Sin tener la imagen delante, esta descripción no pasa de ser una sugerencia para que tu imaginación, junto con tu memoria, se active. Ahora, tienes delante el fotograma original que María ha usado como modelo para su cuadro; al comparar las dos imágenes se te hacen evidentes sus diferencias: todo ha sido sometido a una sutil simplificación. La decisión de pintar “a ojo” ya está imponiendo involuntarias diferencias que provocan una transformación radical. Pero hay otros hechos más conscientes que delatan una voluntad expresiva: los fondos se simplifican, los paisajes se desenfocan, desaparecen los elementos decorativos, las molduras, el cerrojo de una puerta, el botón de una blusa. De nuevo su técnica se caracteriza por la acción de quitar. Hasta los subtítulos pintados –que le dan a la imagen ese aire de solemne emblema– son simplificados buscando un mayor extrañamiento del sentido.
En lugar de:
“hay que esperar, esperar.
Esperar a que venga”
Mantenerse en un indeterminado:
“hay que esperar, esperar”
Omnes ad unum
“…la profundidad de la vida se revela íntegramente en el espectáculo, por corriente que sea, que tenemos ante los ojos”
(Charles Baudelaire)
Robert Wilson, el genial escenógrafo, cuenta que a finales de los 60 trabajaba para el psicólogo Daniel Stern en el visionado de cientos de películas sobre la relación de las madres con sus bebés. Se trataba de situaciones reales que había que analizar, fotograma a fotograma, en busca de detalles que el ojo no alcanza a percibir. Era posible observar cómo, en fracciones de segundo, la expresión del rostro de una madre podía pasar por todos los registros imaginables que van del amor al odio. Estas observaciones acabaron siendo una influencia determinante en sus innovadoras adaptaciones teatrales: “imagen por imagen uno se da cuenta de la complejidad de lo que ocurre […] se ve algo completamente diferente […] cuando Romeo dice a Julieta que la quiere tal vez no sea tan simple como todo eso”.
Ahí está, de nuevo, esa doble realidad: la de la continuidad expresiva del movimiento frente a la heterogénea y contradictoria autonomía expresiva de los fragmentos singulares que lo componen. Wilson penetra en la vida secreta que acecha bajo toda impresión visual; el lenguaje primigenio que revelan los gestos, las acciones, las posturas, los rostros o las manos. Una multiplicidad insospechada de micro-movimientos, micro-estructuras, micro-expresiones, que la cámara lenta pone de manifiesto con una desnudez incuestionable. La posibilidad de un arte que no se esfuerza en expresar sino en evidenciar, con la mayor neutralidad posible, esa visión que está presente pero que tiende a pasar desapercibida, eclipsada por una lectura del mundo predominantemente esclava del sentido. En el caso de una película, la tiranía de un relato, con su constante demanda de coherencia, vuelve imperceptible gran parte de la rica dramaturgia del instante.
Para Godard el cine nunca dejó de ser una colección de fotogramas que la mente se esfuerza en ordenar enlazándolos a través de ese hilo conductor que determina una concepción lineal del tiempo fílmico. Pero existen otras muchas combinaciones posibles. Cuando la película se detiene, justo antes de que el acetato empiece a arder, la imagen entra en trance y revela su existencia más profunda.
Tu mirada es tan impaciente, está tan acostumbrada a perseguir momentos y al mismo tiempo condenada a lo fugaz. Inútil para todo lo que sea retener, sólo alcanza a abocetar. Por eso encuentras un placer especial en las imágenes fijas que te ofrece la pintura. Miras desplazándote a tus anchas y corres de un lado a otro, en la voraz carrera por abarcarla. Antes de tomar los pinceles, María se ocupa de localizar, elegir y aislar fragmentos de cine para poder restituirlos en forma de pintura. La pintura como “retardo”, tal y como la concebía Duchamp. Ya no se trata de la imagen en movimiento, sino del movimiento en la imagen.
La fuente
“Pero hay aún otra mirada
que mira si no mira
y no mira si mira”
(Roberto Juarroz; Sexta poesía vertical)
Tu mirada, a diferencia del ver, está cargada de intención. Mirar hace explícitas tus intenciones. Anterior incluso al deseo, la mirada resulta siempre excesiva, por eso es como una poderosa arma que manejas con precaución. Incluso, cuando una imagen dirige la mirada hacia ti, el efecto te resulta intimidante. Son famosos los casos de la Venus de Urbino de Tiziano o la Olimpia de Manet, censuradas, no por el descaro de sus desnudos, sino por la desnudez aun más amenazante de sus miradas. Cuando un personaje te mira desde la pantalla, sientes que la ficción se viene abajo, te das por aludido y sales del trance.
La acción de ser mirado te hace perder el control y adoptar el comportamiento de un objeto. La consciencia del objeto te conduce a la consciencia de ser un objeto. En la medida en que miras concibes la posibilidad de ser mirado y ahí mismo ya lo estás siendo. Un sutil mecanismo de desagravio que Duchamp, atento al efecto “rebote” de toda representación, supo concretar en imágenes de una simplicidad casi cómica, como “la fuente”(1917) o “L.H.O.O.Q” (1919), donde el que mira acaba siendo poseído por el objeto de su mirada; como el cazador cazado en el mito de Acteón. Entonces puedes reconocerte, desde la otra orilla, como un autómata consciente. Eres sorprendido por el desconcierto de despertar y verte como un durmiente o, por el contrario: verte como durmiente y, en consecuencia, despertar. Mientras las cosas que miras se te aparecen como seres vivos, tú mismo, como observador, estás siendo reducido a la condición de objeto mirable.
Cuando María Dávila selecciona los fotogramas que va a usar como referencia para sus pinturas, busca a ese personaje testigo, el que mira dentro de la propia escena, aquel con el que te identificas con más facilidad; pues la acción que representa: el mirar, es precisamente la tuya. Pero se trata de un mirar alienado, inmovilizado por el hechizo de la pintura, atrapado en un ensimismamiento compulsivo. Como si en el centro mismo de la consciencia que guía tu mirar, habitara la más absoluta inconsciencia. Como si lo que entiendes por voluntad no fuese otra cosa que la máscara irónica de un Deus ex machina, el colmo del un mundo regido por el fatalismo.
Fundido a negro
“Se miraba con confusión a la cara de aquella sombra seductora que parecía ver y que no veía, a la cual no llegaban las miradas, cuyos gestos y risas no pertenecían al presente, sino que estaban allá abajo, en el ayer, de modo que hubiese sido insensato dirigirle la palabra”.
(Thomas Mann, La montaña mágica)
En La montaña mágica, Thomas Mann, con su escritura exuberante y meticulosa, nos ha dejado una inolvidable descripción de las primeras sesiones del cinematógrafo y de la mezcla de placer y sentimiento de impotencia que producían en el espectador las “millones de imágenes y brevísimas instantáneas” proyectadas a una velocidad vertiginosa. El incómodo silencio y la vergüenza de hallarse en una sala vacía, cuando la representación se acaba y las luces se encienden. La anhelante expectativa de volver a la oscuridad y sumergirse de nuevo en el hechizo.
Estás dispuesto a entregar tu voluntad, cierras los ojos, justo un instante antes de fundirte a negro.
…
Theatrum mundi
“Alas for Latín
Add to our worries
This Latin lack!”
(Anne Carson)
Cuando un autor decide poner sus títulos en latín, se puede presuponer un anacronismo militante, la promesa de situarse en un eterno presente, al margen de los usos y las modas. En la obra de María Dávila, esa salida del tiempo se produce a varios niveles. Por un lado, porque las referencias en las que se basa pertenecen deliberadamente a un pasado reciente que ya se nos ha vuelto “antiguo”, pero sobre todo porque sus pinturas se comportan literalmente como “imágenes congeladas”. Dramatis personae es un latinismo que se utiliza para referirse al elenco de los personajes de una obra. Personae alude a la “persona” como enmascaramiento de la identidad, concretamente al personaje tras el cual se oculta un actor. La frase también evoca la idea de un “teatro interior” de resonancias psíquicas; ese coro de voces del yo que Bajtín interpreta como entidad “dialógica y polifónica” y que un autor como Pessoa llegó a encarnar en sus múltiples heterónimos, borrando las fronteras entre vida y representación. No hay contradicción: cuando miras estas pinturas reconoces a los personajes como algo ajeno y, al mismo tiempo, intuyes que el drama que escenifican funciona como un espejo de tu propio drama interno. Finalmente, dramatis personae, se puede asociar también con cualquier contexto real en el que se produce un reparto de papeles; algo que para Erving Goffman ocurre todo el tiempo en la vida cotidiana, en cualquier circunstancia y a todas las escalas. Todas tus relaciones con personas o cosas, podrían ser analizadas en términos de representación teatral, cada circunstancia crea una marco tácito de actuación que impone sus roles a todos los que entran a formar parte de su universo.
Esta visión de personajes alienados obedeciendo las reglas no escritas de cada situación, ha sido fielmente retratada en pinturas, de especial sobriedad, que tratan con el mismo desapego a los personajes y a los espacios que habitan, como si juntos conformaran una sola entidad indisoluble y vacía. Has llegado a experimentar la fuerte empatía de estas visiones desoladoras, a la vez que compasivas y serenas, en los cuadros de Hopper, Hammershøi, Juliao Sarmento o en las “imágenes de gabardina” de Juan Muñoz. Sensaciones que hoy vuelves a encontrar al enfrentarte a las pinturas de María Dávila.