Anónimo / María Dávila

Primer acto

Primer acontecimiento: un álbum familiar, bajo peligro de abandono o destrucción, llega a mis manos. A primera vista, un álbum de fotografías en blanco y negro, algunas datadas, que parecen recorrer la vida cotidiana de una familia granadina entre los años 40 y 60 del pasado siglo con el esquema habitual: pareja joven, paseos juntos, retratos de estudio, de sus padres, nacimiento del primer hijo, del segundo, crecimiento progresivo de cada uno, escenas de jardín, de piscina, excursiones en familia, algunas celebraciones, momentos de reposo, etc. Pero efectivamente, esto es sólo lo que podemos considerar a primera vista.
Pensamos en la naturaleza de estas imágenes, con qué fin fueron hechas, bajo qué mirada. ¿Qué diferencia una fotografía familiar de otra de estudio, incluso si en ambas hay pose, si en ambas la actitud del fotografiado es dar una imagen? ¿Y qué diferencia este tipo de imágenes de las que ilustran los libros de historia y las enciclopedias o llenan a diario las noticias de prensa?
Hablamos en cualquier caso de la fotografía como “documento”, una imagen realizada con la voluntad de registrar algo, de guardar una mirada (re-garder) para el futuro, o para otros ojos.[1]

Segundo acontecimiento: visitamos el archivo de la UGR para consultar las fuentes fotográficas con las que nos disponemos a trabajar para el proyecto, con la idea de trazar un puente posible entre los documentos anónimos de la familia y los registrados oficialmente de la institución. La primera y evidente conexión es la localización: la ciudad de Granada. La segunda… ¿la fecha? Quizá, pero quizá es más interesante (h)ojear directamente y ver con qué nos encontramos. Primera pregunta inevitable al llegar: ¿qué buscas? Necesitamos datos, el archivo es grande, no puedo acceder a una visual completa sin criterios de búsqueda. Veamos, por ejemplo: personas. Me facilitan una carpeta con todas las promociones, banco o escalera mediante, enfiladas año tras año en el hall de alguna facultad, Económicas probablemente. Fotos de pose, registro de figuras, algunas (las importantes) se repiten siempre, es curiosa verlas incansablemente mirar a cámara bajo las mismas circunstancias. Pero esto es el germen de otro proyecto, nos desviamos.
Mi mirada se posa entonces sobre las estancias, aulas y pasillos, bancas, escalinatas, salas de recepción, salas de espera, salas de exhumación o de operaciones de las distintas facultades. Las más antiguas, claro está, todas vacías, de las primeras escuelas-universidades de la ciudad: Medicina, Politécnica, Económicas (Escuela de Comercio) y Educación (Escuela Normal)[2]. (Merece la pena detenerse un momento entre estas dos últimas para ver el sexo predominante).

Volvemos, de la mano de Barthes y Berger, a repensar entonces: ¿con qué fin fueron hechas estas fotografías? ¿bajo qué mirada? Son registros “oficiales” en este caso, al servicio de una institución, que buscan documentar a los integrantes y condiciones espaciales de un periodo del que se quiere -con vistas a un futuro- guardar una imagen. ¿Para quién? ¿bajo qué criterios? A quién sirve la “Historia” de la Universidad de Granada, décadas y décadas invisible, almacenada.
Entrar, penetrar en la imagen, ir más allá de ella desde ella misma, para volver a la superficie una y otra vez. Un camino de ida y vuelta, un eterno retorno quizá, un circuito cerrado e infinito. Éste será el método y el único objetivo, descontextualizando y descategorizando la imagen de su servicio a la ilustración de algo ajeno a ella misma.
Cartografiamos estas dos fuentes: el álbum familiar, y la colección de la Universidad. Las primeras, imágenes realizadas para ser contempladas en la soledad o la intimidad del hogar, son fruto además de una mirada particular, denotan un vínculo afectivo entre los dos lados de la cámara (fotógrafo y fotografiado, observador y observado). Las segundas, sin embargo, transmiten la frialdad de un documento informativo, la distancia de un encargo realizado por alguien intuimos ajeno mismo al ambiente que fotografía, o al menos voluntariamente neutro, lo más objetivo posible. Trazamos un puente invisible, primer punto de apoyo para nuestra pequeña trama ficticia: los personajes de la primera fuente; de la segunda, los escenarios.

 

Tren de sombras

“Si cerramos los ojos y pensamos en la novela en conjunto, se nos aparece como una visión de la vida en un espejo, aunque, naturalmente, con innumerables simplificaciones y deformaciones. (…) Una novela suscita pues en nosotros una serie de emociones antagónicas y opuestas. La vida entra en conflicto con algo que no es la vida.”[3]

Comienza la película. Sobre fondo negro, se suceden las palabras que argumentan el entramado de una historia verdadera, base para la lógica comprensión de lo que vendrá después. A través de diferentes imágenes fijas, la cámara nos revela en primer lugar quién es el protagonista de la historia y autor del material encontrado que vamos a visualizar: una serie de grabaciones familiares que nos trasladan a los años 30 y por la que van desfilando esas sombras espectrales que tanto remiten a los orígenes del cine y a su impacto alucinante. Miradas que nos interpelan con el descaro y la confianza de lo familiar, escenas grabadas para la memoria y el disfrute del mismo ambiente del que fueron robadas. Una de las etimologías derivadas de la imagen es phantasma, la visión o aparición imaginaria de algo conocido o re-conocible por la visión.

En su película “Tren de sombras” (1997), José Luis Guerin se vale de los ingredientes narrativos y formales necesarios para desmontar los mecanismos de la ficción y mostrar la naturaleza equívoca de la imagen. Construyendo una ficción dentro de la propia ficción de la película, genera una deconstrucción derridiana del soporte fílmico que sume al espectador en la absoluta creencia de que está viendo las grabaciones reales de un supuesto abogado parisino fallecido en misteriosas circunstancias. Algo que se desarticula posteriormente cuando vemos aparecer frente a la cámara a estas mismas personas (actores) en color y en pose estática, re-creando la mise en scène. Pero Guerin añade un nivel más: una suerte de trama escondida tras la distendida apariencia de estas escenas cotidianas, deteniendo la imagen en movimiento y acercándose para ver mejor algo que parecía quedar fuera del plano, guiado por un juego inadvertido de miradas furtivas entre los personajes de la familia.
Un desmontaje del simulacro similar al que Jean-Pierre Dupuy analiza en ciertos relatos de Borges, cuando interpretamos algo como verosímil y, por ende, “coherente” en la trama del discurso, y después descubrimos que no es verdad. Pues lo que sucede realmente es que creer haber intuido el engaño al que se nos había sometido es caer presa del verdadero “engaño”: obviar la naturaleza ficticia de toda narración.[4] 
Esta puesta en escena de lo ficticio dentro de lo ficticio, el empleo del simulacro mismo en el texto a través de los códigos propios del lenguaje narrativo, es lo que en la obra pictórica puede asemejarse a la experiencia del trompe-l’oeil.
El trampantojo opera en la misma dirección al someter al ojo del espectador a esta doble perversión que le hace tomar por “verídico” y “real”, aquello que es sin embargo una pintura (la representación del objeto); al descubrir que no es el objeto-en-sí, éste queda complacido concluyendo que es, simplemente, su imagen. Pero lo que olvida quizá es tomar conciencia del segundo plano de esta lectura, pues su finalidad no es la de indicar o señalar la existencia de dicho objeto: el trampantojo tiene, par contre, la particularidad de indicarse a sí mismo como objeto único y distinto a través y, por ello, de forma exclusiva, del mimetismo y el ocultamiento en que aparenta ser una cosa diferente, “otra” que sí misma. Pero, además, aquello que pone de manifiesto y que subyace profundamente bajo el acto mimético mismo es la cualidad de la semejanza, es decir de la pura apariencia del objeto, su imagen o doble, su alejamiento en una presencia muda y pasiva desprendida de toda posibilidad de uso o función.

“La categoría del arte está ligada a la posibilidad que tienen los objetos de «aparecer», es decir, de abandonarse a la pura y simple semejanza (…) Sólo aparece lo que se ha entregado a la imagen, y todo lo que aparece es, en este sentido, imaginario”.[5]

Desdoblamiento o desencarnación de la realidad, donde “el original se da ahí como si estuviera a distancia de sí, como si se retirase, como si algo en el ser se retardara sobre el ser. La conciencia de la ausencia del objeto que caracteriza a la imagen (…) equivale a una alteración del ser mismo del objeto, una alteración tal que sus formas esenciales aparecen como un atavío extraño que él abandona al retirarse”[6]. Es este mimetismo que oculta y desvela al mismo tiempo su naturaleza como imagen el que, mediante este giro o redoblamiento de la percepción, hace creer como verídico o “real” el objeto al que refiere. Realidad de la imagen, irrealidad de lo observado, que se esconde así –se desliza- tras esta máscara de dos caras.
Experiencias que nos remiten indudablemente a la naturaleza simulacral de la imagen en su versión posmoderna: la crisis de los relatos y de lo verosímil, la sospecha y manipulación de la imagen en los discursos de autoridad (mediáticos, académicos o museológicos); problemáticas de las que el arte se hace eco precisamente para cortocircuitar la masiva manipulación de lo real y desvelar los mecanismos y mitos que hacen posible la credibilidad. Si bien dicho cuestionamiento adquiere un papel clave a partir de las estrategias apropiacionistas y fotográficas de los años 70 y 80 especialmente, conviene repensar cómo la pintura se posiciona ante estas preocupaciones visuales. Cómo, en la experiencia inmediata de los pintores actuales, y contrariamente a un desarrollo evolucionista o historicista de los hechos, estas estrategias -así como el cine- preceden al acto pictórico.

 

Imágenes que piensan

“La metaimagen no es un subgénero dentro de las bellas artes, sino una potencialidad fundamental inherente a la representación pictórica en sí: es el lugar donde las imágenes se revelan y se «conocen», donde reflexionan sobre las intersecciones entre la visualidad, el lenguaje y la similitud, donde especulan sobre su propia naturaleza e historia.”[7]

El trampantojo supone un ejemplo temprano de la reflexividad que la pintura propone sobre su misma naturaleza imaginaria. Eso que ha sido recogido bajo el nombre de “metapintura” o “metaimagen” y que nos hace pensar acerca del desdoblamiento inherente a toda representación en lo que habitualmente se denomina “forma” y “contenido”. Toda imagen es forma o cosa, naturaleza sensible al tiempo que referencia significante a algo diferente de sí misma. Incluso si hablamos de un cuadro abstracto, ineludiblemente hay una desviación de sí mismo a un significado, sólo por el hecho de ser un cuadro, y de formar parte de un contexto, ya sea la sala de exposiciones o la Institución Arte. Quizá sea este contexto el marco interpretativo del que depende toda la experiencia estética de la obra artística, que impone esa distancia contemplativa que invita a una cierta reflexión, a una búsqueda por el qué.
En su ensayo sobre la percepción “Regard oblique”, Jacinto Lageira propone que este desdoblamiento de la mirada (dédoublement) es lo que hace posible la experiencia estética, al ser fenomenológicamente constitutivo tanto del sujeto (espectador) como del objeto artístico. Somos también nosotros intelecto y sensibilidad, pensamiento inmaterial y cuerpo físico, sin que ni una ni otra parte sea más relevante, sino que ambas cohabitan dialéctica y reversiblemente.
En la pintura abstracta, donde la forma se referencia a sí misma (la pintura es el tema de la pintura), se anula la ilusión referencial, es decir, se niega la re-presentación de algo que no sea ella misma. Sin embargo, lo que sucede aquí es que la imagen sí cumple con la función re-presentativa pero para hacer referencia al proceso mismo de contemplación de la imagen desde el interior de este proceso, lo que exige que el espectador entre en él:

“Pues la abstracción únicamente tiende a superar la representación, a conservarla en su cancelación, mientras que la repetición, la (re)producción de simulacros, tiende a subvertirla (…) dado que puede producir un efecto representacional sin una conexión referencial con el mundo.”[8]

Imágenes que piensan, como las de Aby Warburg o Walter Benjamin: “visión policéntrica” que implica a un tiempo lo estético y lo epistémico, lo organizado y lo inconexo, lo espacial y lo temporal. Mirada relacional que cuestiona los ideales de unicidad, especificidad y pureza de la obra tradicional (centrípeta), celebrando lo múltiple, lo híbrido y lo diverso como exploración para la imaginación mediante metáforas y analogías visuales. Activación del pensamiento imaginante, como “invención continua de posibilidades de análisis de lo real” mediante el extrañamiento de lo cotidiano y la consiguiente “perturbación del sentido de realidad”.[9]

 

La ventana el paisaje

“El cuadro no espera una lectura (…), da a ver, se ofrece al ojo como una cosa ejemplar, como una naturaleza naturalizante (…), pues da a ver lo que es ver. Ahora bien, da a ver que ver es un baile. Mirar el cuadro significa trazar caminos (…), [la] obra es este bullir que recobrará un movimiento, una vida, gracias a un ojo.”[10]

Seguir mirando y descubrir la sombra proyectada del fotógrafo, buscarla en cada fragmento. Perseguir esa sombra y poner el acento en cada detalle: la reproducción manufacturada de lo mecánico, de lo ya hecho, de lo-que-estaba-ya-ahí se traduce en una estratificación minuciosa de la mirada que atraviesa la imagen para detectar lo desapercibido, los límites del cuadro. Lo que queda descartado, olvidado, inadvertido.
Monumentalizarlo, otorgarle con el soporte pictórico aquella dignificación que invite a una observación dilatada y comprometida. Ese instante “en que la visión se hace gesto”, la mirada traducida al acto de crear una imagen es lo que la pintura hace posible. Cuando Merleau-Ponty afirma que el pintor “piensa en pintura” a partir del ejemplo de Cézanne, habla de esa mirada proyectada hacia la realidad, que instaura entonces un proceso ad finitum, un mirar de la realidad al cuadro y del cuadro a la realidad, que pensamos se transfiere igualmente a la mirada del espectador. Sistemas de filtros, dispositivos visuales que nos implican directamente en el acto contemplativo en esta suerte de “tematización de la mirada”, pues “pura o impura, figurativa o no, la pintura no celebra nunca otro enigma que el de la visibilidad”.[11]

 

Segundo desdoblamiento

La imagen de la realidad, su sombra. El origen de la pintura misma en el mito de Plinio el Viejo, el de la apariencia de las cosas en la caverna platónica. Mirar las sombras es permanecer en lo oculto, mirar el reflejo es caer en el poder de la fascinación. Imágenes peligrosas, misterio de la imagen, misterio del doble.
Vemos varias escenas tomadas desde distintos puntos de vista, escenarios que se repiten a lo largo de las imágenes, como también se repiten los personajes dando “sentido” a la trama narrativa. Ligero desplazamiento horizontal, desencuadre de una vista estereoscópica con vocación de tridimensionalidad, mirada bajo la que subyace una intuición estética. Volver a mirar.
Recorremos entonces cada imagen fija con el movimiento de la cámara-ojo de un documental, como transita la cámara de cine a lo largo y ancho de los cuadros de Van Gogh y Picasso en los films de Resnais[12]
. Localizamos fotografías dentro de películas, donde miramos mirar, y hacemos de la mano mutilada por el encuadre nuestra mano sosteniendo ese pedazo de papel. Una triple mise en abyme dada por tres soportes visuales, tres disciplinas con un mismo fin: pensar la imagen, pensar el mirar desde su acto mismo, la mirada como ejercicio de auto-consciencia o revelación de la inconsciencia que habita el centro mismo del mirar.
Pues, “¿no viene nuestra dificultad para orientarnos, a sugerirnos que una sola imagen (…) debe ser entendida por turnos como documento y como objeto de sueño, obra y objeto de paso, monumento y objeto de montaje, no-saber y objeto de ciencia?”[13]

 

El punctum

“Tiempo mágico en un sentido. Pero en el otro sentido, tiempo psicológico, es decir, subjetivo, afectivo, tiempo cuyas dimensiones (…) se encuentran indiferenciadas, en ósmosis, como en el espíritu humano, para el que están simultáneamente presentes y confundidos el pasado-recuerdo, el porvenir imaginario y el momento vivido.”[14]

Tomamos una de estas pequeñas fotografías entre nuestras manos. Miramos nuestras manos coger la fotografía, los dedos suavemente sobre los márgenes, la realidad de nuestro cuerpo frente a la imagen inmutable. Las temporalidades que atraviesan este fragmento, las capas de tiempo ahí acumulado, traen un pasado posible al acto presente de ver-la-imagen, traen la muerte de quien se mantuvo detrás y delante de la máquina que registró ese instante nunca repetido ni repetible, que lo guardaron deteniendo la vida contenida ahora entre cuatro márgenes.
La imagen punzante, ese agujero o falla de la visión que describiera Barthes en la fotografía de su madre, que Chris Marker intuyera en ese instante imborrable de “Sans Soleil”, surge como una ausencia irreparable de estas huellas anónimas. Es la muerte hecha imagen, la interrupción del devenir constante, la máscara mortuoria de Butades, presentificación de la pérdida que se resiste a su resurrección en otra imagen; a la intrusión del ojo incisivo y salvaje del extraño.

Mas, si es cierto que todo álbum familiar nos pertenece, revivimos entonces la calidez de esos patios soleados, las reuniones familiares, el juego, la complicidad de las miradas; los descubrimientos y rupturas amargas, el ensombrecerse de los gestos bajo alguna desgracia temprana. Y re-conocemos las relaciones filiales entre los miembros de esta unidad primitiva y básica como la casa de nuestra propia infancia: testigo de nuestro primer contacto con el mundo y –en la poética de Bachelard– sustrato profundo de materia imaginaria.

 

Notas:

[1] En francés como en español existen dos palabras para diferenciar los verbos “ver” y “mirar” que son, respectivamente, “voir” y “regarder”. Es interesante constatar cómo el ver forma parte de palabras cargadas de poder, como son: savoir o pouvoir. mientras que por otro lado mirar lleva en su seno la palabra “guardar”, cuidar, conservar, algo que nos acercaría a la noción aurática de culto (cultivar) de la obra de arte, o de la imagen.

[2] Exposiciones virtuales de estas colecciones: http://archivo.ugr.es/pages/exposiciones/

[3]  WOOLF, V. Una habitación propia. Barcelona: Editorial Planeta, 2016. Pp. 98-99. La cursiva es nuestra.

[4] Dupuy plantea esto bajo el título de “verdad en la ficción”, aludiendo al desvelamiento del truco en tanto que “ilusión referencial” en su ensayo para “El ojo del observador. Contribuciones al constructivismo”.

[5] BLANCHOT, M. El espacio literario. Barcelona: Paidós, 2000, p. 247.

[6] LEVINAS, E. La realidad y su sombra, p. 116.

[7] MITCHELL, W. J. T. Teoría de la imagen. Madrid: Akal, 2009, p. 77.

[8] FOSTER, H. El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo. Madrid: Akal, 2001, pp. 67 y 105.

[9] PUELLES, L. Lo posible. Fotografías de Paul Nougé. Murcia: CENDEAC, 2007, p. 29.

[10] LYOTARD, J. F. Discurso, figura. Barcelona: Gustavo Gili, 1979, p. 33. La cursiva es nuestra.

[11] MERLEAU-PONTY, M. El ojo y el espíritu. Madrid: Trotta, 2013, p. 26.

[12] RESNAIS, Alain. Van Gogh, 1948. Disponible en web: <https://vimeo.com/40796525>

[13] DIDI-HUBERMAN, G. Cuando las imágenes tocan lo real. Madrid: Círculo de Bellas Artes, 2013, p. 13.

[14] MORIN, E. El cine o el hombre imaginario. Barcelona: Paidós, 2001, p. 61.